28.3.07

Persistencia de la memoria

El rey tenía un secreto que le hacía bum-bum en el corazón y le resonaba en la cabeza. No se lo podía contar a nadie, y entonces decidió que lo mejor sería olvidarlo, hacer de cuenta que él tampoco lo sabía, para que su cabeza pudiera pensar en las cosas que tuviera que pensar y su corazón no le hiciera más ese bum-bum desparejo y atolondrado y volviera al paso habitual.
Pero no sabía cómo olvidar un secreto.
*Le preguntó primero a su ministro. El ministro analizó la cuestión y después le sugirió ir al bosque, buscar un árbol añejo, elegir un nudo del tronco y ahí susurrar el secreto.
-Una vez que lo haya dicho, su majestad, podrá olvidarlo.
El rey hizo tal como le fue indicado y volvió al castillo. En el salón lo esperaba la reina, el ministro y el gato, que tarareaba bajito una melodía encantadora.
La reina se alegró al verlo:
-Suerte que llegaste, querido, necesito las llaves del auto.
Pero por más que pensó y rebuscó en su cabeza, el rey no pudo recordar dónde estaban. Ese día había logrado olvidar los nombres de sus compañeros de escuela, la medida del último pez que había pescado y claro, dónde había dejado las llaves del auto. Sin embargo, aún podía recordar el secreto. El corazón le hacía bum-bum y el secreto ocupaba todos los rincones de su pensamiento.
*Entonces le preguntó al doctor. El doctor analizó la cuestión y después le sugirió ir a la playa, contarle el secreto al sol y esperar al atardecer.
-Una vez que lo haya dicho y lo vea marcharse, su majestad, podrá olvidarlo.
El rey hizo tal como le fue indicado y volvió al castillo. En el salón lo esperaba la reina, el ministro, el doctor y el gato, que tarareaba bajito una cancioncita de moda.
La reina se alegró al verlo:
-Suerte que llegaste, querido, ¿compraste los botones que te encargué?
El rey no los había comprado. Ese día había logrado olvidar qué había cenado la noche anterior, cuál era el color de ojos de su padre, si prefería las frutillas con crema o la torta de chocolate, y claro, de comprar los botones. Pero no se había olvidado de su secreto. El corazón todavía le hacía bum-bum y el secreto se acomodaba en cada pliegue de su pensamiento.
*Finalmente, el rey le preguntó al cocinero. El cocinero analizó la cuestión y después le sugirió ir al lago, elegir una piedra de la orilla, contarle el secreto y arrojarla lo más lejos posible a las aguas.
-Una vez que lo haya dicho y lo tire con fuerza, su majestad, podrá olvidarlo.
El rey hizo tal como le fue indicado y volvió al castillo. En el salón lo esperaba la reina, el ministro, el doctor, el cocinero y el gato, que tarareaba bajito un tema insoportable.
La reina se alegró al verlo:
-Suerte que llegaste, querido, hay que darle de comer al gato.
El rey buscó por todos lados la bolsa de alimentos. Ese día había olvidado la fecha de cumpleaños de su tía Marita, cómo hacerse el nudo de la corbata, su osito preferido y claro, dónde se guardaba la comida del gato. Pero, hablando del gato, de pronto se dio cuenta de que su corazón no hacía más bum-bum, si no más bien tarararará. En su cabeza no quedaban rastros del secreto, sólo sonaba una canción tontona y repetitiva, una melodía fastidiosa que llenaba cada esquina de su pensamiento.